Escribir,
lo que se dice realmente escribir, no escribo. Es más esa
monstruosa sensación de hartazgo de sí mismo, un aullido que marca
el límite o la milenaria desgracia de cada uno.
A
veces el silencio es tan silencio que a la primera palabra
mencionada, parece no tener ni sonido, ni tan siquiera sentido. No le
encuentro coherencia a ninguna de las palabras que salen de mi boca,
ni a ninguna cosa que me pasa, y las razones se me escapan de las
manos, porque nunca creí en el azar o las casualidades.
En
el sótano de lo que soy, en ocasiones de lo que era, guardo una
bestia a la que he enjaulado en un espejo, y estas penosas palabras
son su único alimento.
Jamás
he pretendido algo, excepto mi propia desaparición. Sólo en casos
excepcionales, cuando nadie me dedica tiempo, cuando el recuerdo de
los días pasados me atormenta y nadie me da su escucha para mi
desahogo. Y cada día progresa el crecimiento incansable de lo que
alguna vez tuvo sentido, despedazado por el tiempo. No encuentro
salida, sólo un dolor triste y sordo, tras un espectáculo siniestro
y terrible que a pesar de los pesares quedó algo en mi memoria, sin
yo quererlo.
He
aprendido que si cierras el puño, tu mano siempre estará vacía.
Entonces nunca ganarás nada, y permanecerá así, vacía. Si por el
contrario tiendes a abrirla, muy de vez en cuando experimentas
sensaciones que llegan a endulzar hasta el más aparente duro
corazón.
La
nostalgia es ridícula, al igual que el remordimiento. Pero esa es la
materia de lo que estoy hecha, tristemente irremediable.
Me
falta algo de ruido. Aunque en realidad, la realidad ya no tiene
sentido; yo he enterrado debajo de mi almohada un deseo que a día
de hoy ansío y a la vez veo muy lejos e inalcanzable.
Dicen que el pensamiento también es de sabios, y yo he pensado mucho últimamente sobre lo venidero.
Como
aquella voz que me susurra, creo que tendré lo que me merezco. Aun así, como en
estos últimos días, búscame entre la sombra y la luz.