jueves, 19 de julio de 2018

Vivir en el desierto


En esta ciudad en la que se respira viento y arena,
donde una luz de cristal ciega desde el cielo
y la saliva sabe a sal de mar,
yo me consumo.
A veces,
parece que desde la orilla el dolor nos es ajeno
y el corazón mojado disimula el llanto
de las historias que se cuentan con la lengua seca del desierto,
pero ni las aguas azules
ni las pitas emborronadas en el horizonte ardiente
han adoptado la forma de un espejismo
con el que encontrar un poco de vida en este sitio.
Vivir en el desierto es quedarse dormido
y despertar con el golpe de las olas
sin unas manos cerca que nos saquen a flote,
es retener la memoria en las playas
cuando las calles están repletas de almas despobladas
y en cada esquina hay un náufrago que llega tarde
al encuentro con su soledad.
En aquellas mañanas,
de esas de sábado,
cuando las personas suelen cubrirse de felicidad,
en un lado encuentro deseos acumulados y ansias de vida,
y en otro,
palabras y piedras que se hundieron cuando subió la marea,

con este cuerpo, tan torpe y pequeño,
cansado de nadar,
cansado de entornar los ojos,
cansado de tanto mar
y de vivir en el desierto.