En
esta ciudad en la que se respira viento y arena,
donde
una luz de cristal ciega desde el cielo
y
la saliva sabe a sal de mar,
yo
me consumo.
A
veces,
parece
que desde la orilla el dolor nos es ajeno
y
el corazón mojado disimula el llanto
de
las historias que se cuentan con la lengua seca del desierto,
pero
ni las aguas azules
ni
las pitas emborronadas en el horizonte ardiente
han
adoptado la forma de un espejismo
con
el que encontrar un poco de vida en este sitio.
Vivir
en el desierto es quedarse dormido
y
despertar con el golpe de las olas
sin
unas manos cerca que nos saquen a flote,
es
retener la memoria en las playas
cuando
las calles están repletas de almas despobladas
y
en cada esquina hay un náufrago que llega tarde
al
encuentro con su soledad.
En
aquellas mañanas,
de
esas de sábado,
cuando
las personas suelen cubrirse de felicidad,
en
un lado encuentro deseos acumulados y ansias de vida,
y
en otro,
palabras
y piedras que se hundieron cuando subió la marea,
con
este cuerpo, tan torpe y pequeño,
cansado
de nadar,
cansado
de entornar los ojos,
cansado
de tanto mar
y
de vivir en el desierto.