En el
comienzo, todos unimos puntos grises
hasta
que formamos nombres asociados a una forma.
Ellas
aparecieron tímidas,
imitando
un sonido paterno que en nuestra voz parecía mudo.
Se
reúnen en una palabrera que aumenta con el tiempo
empezando
en el recreo del colegio,
donde
los adjetivos dejan de tener frío
para
ser casados con un nombre.
Con el
tiempo conocemos más,
acabamos
llevándolas a casa
y nos
tomamos un café con ellas
hasta
que aparecen con normalidad todos los días.
En
ocasiones, no sabemos encontrar la adecuada,
la
escuchamos en otra voz
y nos
enfadamos con nosotros mismos
cuando
aparece la que le da el nombre al silencio.
Ellas
fueron escritas a lápiz
hasta
que la tinta manchó el papel;
y a
veces unas se pronuncian más fuerte que otras
cuando
no nos dejan hablar.
Ellas,
las palabras, son las que siempre nos acompañan
y nos
pintan sin tener que dibujarnos al lado;
nos
calman y nos inquietan a partes iguales.
Son el
germen de los mares de dudas y el eco del que piensa.
Son
las que dan vida al escritor,
dejan
sus huellas y ocupan sus días
esperando
a que en el aire aparezca la musa
que
abre el camino y las ordena.
Rebusca
en su almacén las más olvidadas
y las
contempla como si se tratase de un recuerdo,
como
la sombra de aquel niño
que
aprendía con torpeza a no dejar de poner los acentos.
A
todas considera únicas
y
juega con ellas
pintando
una rayuela en el suelo del poema.
Las
cura de los errores y las cuida
dándoles
el lugar que se merecen en su hogar,
uniendo
a sujeto y predicado cuando a éste se le abandona,
como a
veces hacemos con nosotros cuando gana el egoísmo.
Con
ellas, perfila sus rarezas, conversa con la Luna y crea ciudades,
y
cuando está solo en casa y escucha un ruido,
busca
en los armarios y abre los cajones
esperando
a que se dejen ver en desorden.
Sabe
que traen sueños rotos, banderas sin viento que las mueva,
un río
para un barco de papel que se deshace con la lluvia,
y la
libertad de quien está solo.
Pero
nunca traen olvido;
sólo
memorias que aún están por contar.