Cayó
el verano,
ese
estado transitorio de melancolía
que
invade los cuerpos que todavía
no
se han acostumbrado a soportar la tempestad.
Las
flores secas, muertas,
el
viento acalorado,
las
orillas colmadas de risas festivas
que
desaparecen como las huellas de los pies
cuando
las cubre el mar.
A
veces el día regala ráfagas de sol
y
destellos de vida
entre
el aire congestionado de sal
y
los niños que esperan ansiosos
la
hora de la sesión en el cine de verano.
Ellos
no conocen su tempestad,
aquella
que cuerpos como el mío no resisten
porque
viven mejor en las mañanas de invierno,
tan
glaciares.
Pero
siempre llega la lluvia de mitad de agosto
y
con ella la verdad más clara:
que
el estío anuncia su fin,
que
nos volvemos materia escuálida y más deshumanizada,
que
las voces resuenan en el mar pero el otoño nos pisa los pies
porque
el tiempo pasa demasiado rápido
y
nos abruma cambiar de luna por otra que se vista de rutina.