Fue una muerte mutua
adornada de un azul impar.
El mapa que hay sobre la mesa
señala el camino hasta ese puerto
donde reina el silencio y el mar está en calma
porque no lo visita nadie,
absolutamente nadie.
Era un silencio usado como recurso o excusa
para ensuciar el ruido en exceso
o buscar una salvación al coro de fantasmas
que tarareaban imágenes en la consciencia.
Te hablaban de fechas, señales y datos
que descifraban un lugar puro y desértico
en el que los chirridos de las cadenas,
oxidadas por una marea ya marchita,
bailaban al compás de un aire cálido
que rememoraba el pasado.
Esa deriva me invitaba al insomnio
para dejar de sentir que mueres a cada instante
cuando cierras los ojos e intentas soñar.
Como el rugido del mar,
doliente a lo lejos;
y esa imagen de las olas rompiéndose en las rocas,
cansadas de tanto luchar.
Y un aire con tono de brisa
que apacigua la noche y la hace serena,
que trae crujidos de ramas y canciones
a un compás de remolino
con acordes de caracola.