La noche que fui a visitarte,
se rompió un silencio que duró el otoño con más vértigo
que mis ojos y mis años han recorrido hasta ahora.
Fue en el justo instante de despertarme
cuando me di cuenta de que no me habías abandonado,
estuviste ahí todo ese tiempo;
fue justo en ese instante cuando reconocí
que tus demonios van a la misma velocidad que mi luz,
y que te haces infinito.
Como en un dibujo hecho a lápiz pareces fugaz,
como se desvanece el humo después de cada calada siento que te esfumas,
y como los lunes y el primero de cada mes, que vuelvas es siempre algo seguro.
Pero regresaría a ese momento y daría por ello la piel que marcas
y yo llevo por emblema debajo de mi ropa de invierno,
porque antes de escribir cualquiera de estos versos
te he mirado a oscuras con los ojos de un gato
y he ronroneado sabiendo que después iba a buscarte en este poema.
Lo
he sabido porque hay misterios que duelen,
como
que busque en las letras mi patria
y
la acabe encontrando cuando aparece el espejismo de verte sonriendo.
Lo
he sabido porque la puerta siempre se ha quedado mal cerrada
y
yo empecé con el miedo de un principiante pero ahora sé qué hay
que soportar
para
retenerte y no te agotes conmigo.
Lo
he sabido, en definitiva, porque todavía sé
que
tu nombre y el mío empiezan por la decimoséptima letra del
abecedario,
que
cuando tus manos tiran de mi ropa
yo
olvido dónde están cada uno de los puntos cardinales
y
que seguimos siéndole dóciles al tiempo, que es quien
nos da el espacio para ser tú y yo,
como
hemos sido en este poema.
Saltar sin miedo desde lo alto y gritar que no fuiste de verdad
o sólo lo imaginé y quizás si pueda dormirme al menos.