sábado, 5 de abril de 2014

Sin sentido y de corazón escribo. Aunque ni yo me entienda.

Estoy acostumbrada a verme morir por dentro, a verme la cara sin motivos, a sentir la lengua de piedra. Escribía cartas desde el círculo polar y recibía notas desde los infiernos.
Entre tanto y poco mataba las ganas de acabar la maleta para marcharme y dejar mis letras con poesía allá donde alguien las entienda, o me entienda.
Pero no me hundo, porque de un tiempo a esta parte comprendí que lo mejor aun queda por delante. En realidad no tengo a quien odiar, quizás es esa sensación de echar de menos cuando algo está de más. Cuando todo lo está, además de mí.
Me baso en viejas canciones, en historias antiguas que inventé o ya estaban empezadas y me limité a continuar. Escribo ciega y sin argumentos, con el corazón sordo porque chillé tan fuerte que lo dejé exhausto, sin fuerzas ni para tan siquiera recomponerse. Dicen que el grito siempre vuelve y yo lo siento en mi cabeza como un zumbido que se repite en mi mente de forma intermitente. Ha llegado al punto de marcar mis latidos y recordarme que sobrevivo de la mano de viejas historias incompletas, que no acabé por miedo a terminar y no tener otro punto de inspiración cuando cojo el lápiz. El mismo lápiz que adorna las paredes de mi habitación y me arropa del frío, el que me pega contra la puerta para convencerme a mí misma de ser valiente.
Me he peleado tantas veces con el tiempo, apaciguando mi ansiedad para intentar encerrarlo todo en un solo momento. Ahora cambio este puñado de segundos para poder perderme entre los ojos de la gente como lo hago entre letra y letra. Por esconderme en mi risa y evitar las lágrimas que parecen lluvia.
Ahora me acaricio yo por dentro.