jueves, 20 de marzo de 2014

Florecer.

Perdóname soledad, pero necesitaba un recuerdo que me hiciera compañía. Lo he buscado en la distancia y lo hallé en mi tiempo, tiempo que mido en cicatrices.
El frío me abandona y no sé florecer.
Estoy aprendiendo, lo estoy intentando.
He dejado de seguir paso a paso mi camino hacia la autodestrucción, porque el miedo me asfixia cuando empiezo a acercarme a la marea que trae y se lleva mis delirios, en un tibio balanceo de idas y venidas, de noches en vela, de no saber, de no pensar.
Después de tanto tiempo y llegados a este punto, he llegado a la conclusión de que ni el más gélido frío pudo sacarme del descenso continuo y de tanta espiral de tristezas. Pero tristeza es envejecer sin sabiduría y sin haber dejado huellas en la arena. Son esos tropiezos, algunos nos hacen más humanos y otros en cambio nos insensibilizan.
Pero mira qué irónicas las cosas, soledad, mientras huías te he ido cosiendo a mi clavícula. Sin maquillar esas cicatrices de todas las heridas y golpes que recibí y acabé siendo polvo.
Polvo hecho flor, respiro profundo y tomo aire. Parpadeo y por más que miro a mi alrededor no hallo el miedo que tenía a la sobreexplosión. 
Despido los inviernos que siempre tatúo en mi piel, aguardan al próximo mientras la balanza de ropa se hace pluma y dejo que los rayos del sol me den luz, porque soy orilla de un abismo que no conoce su profundidad por haber quedado ciega.
Es este hablar de dolor lo que menos duele, porque todo lo demás se ha hecho insoportable. Y ahora me cubro de amuletos para que la marea no me ahogue y que no llegue a apretar mis vértices.
Y esta antítesis brutal me mantiene alerta.
Quizás haya sido el invierno más frío, quizás..

Quizás ya haya aprendido a florecer por mí misma.