Perdóname
soledad, pero necesitaba un recuerdo que me hiciera compañía. Lo he
buscado en la distancia y lo hallé en mi tiempo, tiempo que mido en
cicatrices.
El
frío me abandona y no sé florecer.
Estoy
aprendiendo, lo estoy intentando.
He
dejado de seguir paso a paso mi camino hacia la autodestrucción,
porque el miedo me asfixia cuando empiezo a acercarme a la marea que
trae y se lleva mis delirios, en un tibio balanceo de idas y venidas,
de noches en vela, de no saber, de no pensar.
Después
de tanto tiempo y llegados a este punto, he llegado a la conclusión
de que ni el más gélido frío pudo sacarme del descenso continuo y
de tanta espiral de tristezas. Pero tristeza es envejecer sin
sabiduría y sin haber dejado huellas en la arena. Son esos
tropiezos, algunos nos hacen más humanos y otros en cambio nos
insensibilizan.
Pero
mira qué irónicas las cosas, soledad, mientras huías te he ido
cosiendo a mi clavícula. Sin maquillar esas cicatrices de todas las
heridas y golpes que recibí y acabé siendo polvo.
Polvo
hecho flor, respiro profundo y tomo aire. Parpadeo y por más que
miro a mi alrededor no hallo el miedo que tenía a la sobreexplosión.
Despido los inviernos que siempre tatúo en mi piel, aguardan al próximo mientras la balanza de ropa se hace pluma y dejo que los rayos del sol me den luz, porque soy orilla de un abismo que no conoce su profundidad por haber quedado ciega.
Despido los inviernos que siempre tatúo en mi piel, aguardan al próximo mientras la balanza de ropa se hace pluma y dejo que los rayos del sol me den luz, porque soy orilla de un abismo que no conoce su profundidad por haber quedado ciega.
Es
este hablar de dolor lo que menos duele, porque todo lo demás se ha
hecho insoportable. Y ahora me cubro de amuletos para que la marea no
me ahogue y que no llegue a apretar mis vértices.
Y esta antítesis brutal me mantiene alerta.
Y esta antítesis brutal me mantiene alerta.
Quizás
haya sido el invierno más frío, quizás..
Quizás
ya haya aprendido a florecer por mí misma.