Febrero es el mes del polvo, de las
ruinas y las cenizas.
Es el ruido que produce el silencio y
te revienta los tímpanos y por mucho que grites no puedes escuchar
nada. Es el eco que se difumina en el pasado tatuado en forma de
recuerdos enviados por postal a esa casa en ruinas que es tu cabeza.
El desequilibrio de lo estático, la adicción a la contradicción y
otras ambigüedades profundas que dejan marca en la piel. Es la caída
desde el cielo en un día nublado y el vértigo al mirar desde el
filo del precipicio.
Febrero es ese suspiro. Es el suspiro
por el que se pierde toda la fuerza, es fragilidad, sencillez y el
comienzo para dejar de ser vulnerable al frío del desierto. Gélido,
implacable y duro, la base de otro pilar que será puesto a prueba
por el viento. El mismo viento que revolotea en tu pelo, lo enreda y
crea un laberinto de nudos que se enreda entre tus dedos.
Es el ronroneo de aquel gato color gris
atigrado que se duerme en mi balcón al atardecer.
Febrero es el mes del desastre, del
derrumbe.
El polvo que queda después del
incendio de aquel fuego que además de quemar el oxígeno, quema las
palabras.
Ese polvo que son las cenizas de las ruinas del desastre, de las que renacemos cada año.